Crónicas de Muñozo | Simplemente «Juanito»

Por Jorge Jiménez |


Crónicas de Muñozo.- Una noche de febrero, diría que hace cuatro o más años, al final de la Costanera de Panguipulli, entre innumerables locales de venta de empanadas, anticuchos, “terremotos”, harina tostada, artesanías, plantas, remedios caseros, cerveza artesanal, de la negra y de la otra, jugos naturales, además de operadores turísticos, sin contar una verdadera feria de las pulgas fuera de los márgenes de la Feria Hua Hum, con una patrulla de Carabineros de punto fijo, y el  pueblo entero que bajaba de las poblaciones que coronan la Ciudad, en un cierre de verano cualquiera, se oía a lo lejos y traídos por los vientos de verano que baja por el boquerón cordillerano, se oían cantos y risas, y voces pidiendo “otra”, “otra”… Era alguien que había subido a cantar, no porque quisiera, sino porque le gustaba la feria, e iba a escuchar a otros que cantaban también, pero eran abucheados o despreciados por el honorable público. La gente lo conocía y lo reconocía como un cantor de Panguipulli, era y es Juanito Millapán.

Si en medio de una canción de corte tropical, al más estilo de Américo, dijo a través del micrófono y resonó en todo el borde lago: “Yo soy Juanito”… Alcancé a llegar y disfrutar de la presentación. No digo del “show”, porque no era un “show”. Más bien era la puesta en escena de talento puro, porque más allá del virtuosismo, hay que tener talento para subir al escenario con una guitarra “compañera de muchos caminos”, para con canciones que el “honorable público” ha escuchado toda la vida, con dos o tres acordes, pueda hacer vibrar los corazones y hacer “que se les ponga la piel de gallina”. Para eso se debe haber hecho del oficio de cantor una forma de vida. Ahí estaba Juanito Millapán, rememorando magistralmente las canciones escuchadas en la Televisión de los años 70s y 80s en la popular serie “El Chavo del Ocho”, e imitar a todos y cada uno de los personajes, tan queridos como Juanito, digo, y lo re-digo, Don Ramón, Quico, la Chilindrina, y el chavo, que de alguna manera se hermanaban con este cantor de guitarra pobre, destartalada, pero digna. Después de cantar casi diez veces  la canción de la Bonita Vecindad, a pedido del público, alguien se le ocurrió “hacer una vaca” por la presentación, ya que la municipalidad no le había pagado “ni uno” por entretener y hacer soñar a los presentes. Humildemente recibió lo recaudado y se bajó entre aplausos, y se fue derechito a comprar un café y unas empanadas de queso, al pagar, la señora no le cobró, y es más, otras locatarias legaron con mas empanadas de regalo. Puso su guitarra entre las piernas y disfrutó, ya que hacía hambre y el frío de febrero ya se hacía presente. Luego se perdió entre la gente.

Pasaron varios años y de pronto por las calles de Panguipulli volví a ver a Juanito y su guitarra. Ahora estamos aquí, frente a frente, sentados ya de tarde noche en la Plaza de Panguipulli, un lugar que ha sido testigo de todo. Desaparecieron las bandurrias “gritonas” y los árboles, para dar paso al cemento. Costó convencer a Juanito ser protagonista de ésta crónica, ya que en la primera llamada que realicé, para explicarle de qué se trataba, estaba medio reticente. Al segundo llamado ya estaba más llano, de hecho, el mismo propuso la hora y el lugar.



En la lejana y apartada localidad rural de los Tallos Altos, donde los caminos se entrecruzan, entre murras, hualles, y cercos de pellín y alambre púa, donde las casas, en más de las veces están ocultas entre los follajes de bosques renovales de hualles, cursos de agua, esteros y quebradas, nació el año 1974 Juanito Millapán. Pudieron ser seis hermanos, pero solo fueron tres. Su madre tuvo tres pérdidas. Fue un niño delgado e inquieto, que los primeros seis años de su vida los vivió en penumbra, ya que solo al sexto año de vida sus ojos funcionaron, y algo pudo ver. Por eso que solo ingresa a la Escuela Fiscal B1153 de Los tallos en 1982, a los ocho años. Aún así, su vista no era la óptima, pero se las arreglaba para vivir. Le costaba mucho leer, más le hacía pelea a la vida. Al fin al cabo tenía a su familia que lo amaba. Así, en desventaja con otros, fue sorteando los años de la Enseñanza Básica hasta sexto. Pero era necesario más, y fue enviado en el año 1988 a la Ciudad de Valdivia a estudiar séptimo y octavo en la Escuela Especial E8, por su discapacidad visual. Lo logró.

En 1990, regresa a Panguipulli e ingresa a Primero Medio en el Liceo Fernando Santiván. El año 1990  y 91 cursa el primer y segundo año  medio respectivamente. No era suficiente y regresa a Valdivia e ingresa al Liceo Thomas Cochrane, y cursa con éxito tercer y cuarto medio. Como en Panguipulli no existía un liceo que permitiera estudiar con sistema braille, tuvo que tomar la opción. Le seguía costando. Un día, como todo estudiante, él no fue la excepción, por alguna razón no estudió, o no le “crujió” como se dice e hizo un “torpedo en braille”. Su profesora de matemáticas lo descubrió. Solo le dijo “sea honesto con usted mismo”. Eso lo marcó a fuego para la vida.

   |  LA GUITARRA Y LA VIDA.

1984, año en que los acordes comenzaron a fluir y los dedos a tronar las cuerdas. Las acuñaciones cerebrales se multiplicaron con la música que invadía la vida de Juanito Millapán. Descubrió su pasión. De manos de su primo Ramón Mera (Q.E.P.D.) conoció el mágico instrumento, y que sería un “cohete” que lo hizo despegar de la tierra e internarse en un universo antes in-imaginado. Los primeros acordes le quedaron grandes, pero la perseverancia fue la clave. Su primo le enseñó a afinar y dos o tres notas. La radio fue vital para afianzar su maestría. Allá en el lejano Los Tallos Altos, donde no había luz eléctrica, con suerte había vida, donde los caminos apenas se habrían, Juanito escuchaba en una vieja radio grabadora a pilas, la antigua Radio Panguipulli AM (CD-134), el programa «Guitarreando» con el Profesor Rivas, que se emitía a medio día.

Juanito Millapán se queda mirando en el vacío, como si estuviera ahí hace ya más de 30 años y dice con euforia y sonriente: “Ahí me agarré a la música”, la música era lo mío. En las noches, ya en la soledad y el silencio de su “Ruka”, allá en Los Tallos Altos, escuchaba, con el oído pagadito a la radio la programación de canciones románticas.

En las mañanas mientras tomaba mate con su mamá, y le dedicaba “las más lindas canciones”, como dice nuestro amigo Juan Carlos Cañoles, con su voz amiga y ronca en la Radio acústica, Juanito, le cantaba a su madre. Fue así como su padre Don Sefereino Eladio Millapán Cárdenas, un día llegó entre risas cómplices con su madre, y le dejó en la cama, la primera guitarra que tuvo, y que fue el premio por haber logrado, pese a su dificultad visual, el primer lugar en cuarto año básico (4°). No sabía su padre que le estaba dando las alas necesarias a su hijo para volar y trascender. Creyó en sus manos y en su corazón.



Su casa, o donde vivía, ésta una casa muy antigua, herencia de su abuelo materno don Iginio Millapán. Ya con diez u once años, se iba a tocar a torneos y carreras a la chilena. Lo invitaban, por el servicio. Esto quiere decir que no había un pago a cambio. Solo algo rico para comer. Más tocaba, más conocido se hacía. Fue tanto que fue invitado en innumerables oportunidades a tocar con el Conjunto Musical Ranchero de los Hermanos Vera. Así comenzó a “bajar a pueblo” a cantar.

   | DE LOS TALLOS ALTOS AL PEDAGÓGICO DE SANTIAGO.

De su abuelo, sangre de su sangre, don Iginio Millapán Muñoz, fue Profesor de Religión, heredó su credo, y las ganas de enseñar. Fue así como el año 1993 cursa el cuarto medio, y solo lo separa el verano del 94 para recalar en la Ciudad Capital Santiago. Entra a Estudiar Pedagogía en Educación Musical en la Umce, conocido en esos años como el Pedagógico de Santiago.

La música y esos tres o cuatro acordes fueron claves para llegar ahí. Pero no fue fácil habituarse a una ciudad que no duerme. Se instaló en casa de una tía en la Comuna de Pudahuel, teniendo que trasladarse por todo Santiago para llegar a Ñuñoa. No pasó mucho tiempo para que se instalara en la comuna de Providencia, una casona que albergaba a estudiantes de origen Mapuche. El Hogar Indígena, dependía del Ministerio de Educación. Estuvo cuatro años, hasta el año 1997.

Una mañana decidió abandonar ese espacio donde hizo de amigos y conoció otras vidas. En un acto de conciencia y honestidad comunicó a sus contertulios y malas juntas: “me voy, tenemos que pensar en los que vienen y hacer espacio para otros”. Así, de un día para otro, se va a recorrer las vigorosas y caóticas calles de Santiago de Chile y sube a cuanta micro lo acoge. Los choferes ya lo conocían.

En sus innumerables viajes hizo un exhaustivo estudio  del repertorio y el público al cual le cantaría, esas mismas canciones que llevaba en la memoria y en los dedos. Se dio cuenta que habían otros cantores como él que honestamente se ganaban unos pesos. “Había mucho folklor latinoamericano y canción protesta”. Su conclusión fue certera: Faltaba folclor chileno, rancheras verdaderas (de México) y canciones románticas. Él era un repertorio en sí mismo, sus primeros años pegado al transistor, ese que escuchaba en Panguipulli en las noches frías de Los tallos Altos, y que después las hacía suyas en los torneos. Ya no era ese niño de diez años, pero su alma estaba intacta. No por nada, la música lo había salvado y lo había distinguido.



Uno de los rincones de Santiago que lo acogió como cantante fue la Feria de Lo Valledor. A fines del 2000 se hace habitual escucharle en sus calles atestadas de frutas, verduras, carnes, animales y camiones, sin contar con el bullicio y las voces de los vendedores. Seguramente se sentía cómodo ahí. Era como estar en el campo. El aroma, los ruidos de animales, las cazuelas preparadas como en su casa lejana, donde lo esperaba su amada madre.

Le iba muy bien, tanto, que le pagaban con frutas y verduras, regresaba a casa con las “Tejas” atestadas de papas, zapallos, frutas, carne de pollo o lo que fuera. Todo esto -y le hace mención espacial- gracias a Angélica Quinteros, una amiga que lo llevó por primera vez a Lo Valledor.

Un día deambulaba por Santiago, y escucha un instrumento que no había tocado, pero si había escuchado: la zampoña. El grupo que lo ejecutaba se llamaba Pacha Ñuque. Lo extraño es que solo se tocaba música Aymará. Entonces Juanito, siempre certero y puntiagudo en su hablar, les expresa que solo existe la “Pacha”, pero nada de “Ñuke”. De ahí se integra a dicho grupo, incorporando la voz Mapuche al cantar. «Era para la risa», recuerda, se tocaba el Gorro de lana, o Corazón de escarcha con zampoña.

   | COMENZÓ ACOSTAR VIVIR.

Sus días en la Capital estaban contados. Comenzó a extrañar, y el año 2003 regresa a su tierra,  a los Tallos Altos, donde el viento no da tregua. Pero no podía quedarse quieto, y necesitaba aportar a la casa. A diario viajaba a dedo a Panguipulli y buscaba el lugar donde hacer su arte. Su lugar preferido era el Restaurante el Viajero. Eran aromas, olores, voces y risas que él conocía. Era como estar en el campo. A la gente de campo que ahí almuerza aún, les gustaba escuchar a Juanito Millapán. Es y siempre será de los suyos. A veces, antes de salir con su guitarra a los caminos, su mamá le decía: “Si te va bien, me traes un kilo de azúcar». Al regreso llegaba con azúcar, hierba mate y pan, su mamá le preparaba una sopa. En 2005, la pena lo embarga, la Sra. Deliria Marta Millapán Cárdenas, fallece, era su amada madre. Ahí se hizo difícil vivir. Al no estar ella, emigra de Los tallos el año 2008 para instalarse en Panguipulli nuevamente.

Comenzó a ser reconocido musicalmente, e integra un conjunto musical llamado Kila Selt. Se buscaba integrar Melodía, ritmo y armonía de dos mundos, el Mapuche y el No Mapuche. Entre el 2008-2012 arrienda un pequeño cuarto en la pata de la Lolquellén.

Después de varios años, entró estudiar nuevamente, y a través del Sence, se capacitó como Auxiliar de Bodega de supermercado el invierno de 2017, siendo la Librería Colón la que le abre las puertas para que haga su práctica, resultando tan responsable y trabajador, que queda trabajando dos veces a la semana.

Como la música y la perseverancia lo ha sido todo, el contacto con la Sra. Cynthia, a través del Coro Santa Cecilia, dependiente de la Parroquia de Panguipulli, fue más fácil la llegada. Lo paradójico de la vida, es que después de tocar hasta la saciedad su vieja guitarra regalada muchos años antes por su padre, Juanito Millapán, cuando pudo, se compró su propio instrumento. ¿Dónde?, en la mítica Librería Colón. Con esa inteligencia puntiaguda, la apodó o le dio el nombre íntimo de Fa/Viola.

Antes de cerrar nuestra conversación, me dice acaso puede agregar algo: “El año 2020, tendré mi casa propia, en la segunda etapa de la Villa los Presidentes».

Entrevista: día 02 de septiembre de 2018.

19:10 a 20:10 horas.

Plaza Panguipulli.


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