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Llaman a cuidar la red de alcantarillado durante las celebraciones de Fiestas Patrias
Suralis.- Con la llegada de las Fiestas Patrias, la empresa de agua y saneamiento Suralis …



Cuando entró a su nueva morada, descubrió incrédula que existía una mujer que sería fundamental en la manera de ver el mundo, era Claudia Hidalgo, una Artista Visual que, a la postre, sería alguien reconocida en el mundo del arte. Era el “encuentro de dos mundos”. Yanet provenía de un lugar rural llamado Puyehue, a pasos donde alguna vez hubo un basural. Esa mujer que la adopto, la artista, al pasar los años le confió a «Voz de Miel» el cuidado de lo más sagrado, sus hijos. Pero no era cualquier cuidadora. Yanet tiene un aura que la hace querible. Tiene una manera de enfrentar la vida de una manera simple, sencilla, pero con sus valores inviolables y no transables. Describe a Claudia -“su jefa”- como una mujer sencilla, aplicada y dispuesta a ver cosas que otras personas no ven. “De a poco nos hicimos amigas”. Me ayudó a comprender la importancia de estudiar. Un tiempo estuve en esa casa enorme adaptándome a la nueva vida. De pronto cambiaron los planes y nos trasladamos de Pirque a Copiapó. De la lluvia austral, a la sequedad del desierto más desierto del mundo. Maduré a la fuerza, de un día para otro. Dejé de ser la pequeña, observada por unos ojos cansados, los de mi abuela. Dejé de ser la pequeña jugaba en el patio de mi casa en el campo, mientras mi abuela me miraba con ternura, me miraba con amor y solo movía la cabeza de un lado a otro con una sonrisa llena de “tarea cumplida”. Ella celebraba todo lo que yo hacía. Era amor puro. Dejaba que me embarrara haciendo tortas y pan amasado de barro (imitándole a ella), con esa tierra negra y fértil donde vivimos los mapuche de Panguipulli, donde cualquier cosa que siembres, brota. Se define como Mapuche, y aunque no lleve ningún apellido, se “lo deben”. Los rasgos no mienten y ella se enorgullece de ello. Lo suyo es la tierra y la honra trabajándola con sus manos creadoras. De pequeña jugaba a hacer tortas de barro las adornaba con las flores que su abuela tenía en su patio. Ya cuando ni se le veían los ojos de tan embarrada que quedaba, su abuela reunía leña, y calentaba agua en la olla bruja en el fogón, y se la llevaba a la rastra para bañarle con un jarro. De su cuerpecito se desprendía el vaho que subía hasta perderse por el techo agujereado. Después le daba de comer y velaba su sueño mientras la pequeña «Voz de Miel», soñaba quieta y feliz de la mano áspera de quien la amaba más en el mundo.
La vida no espera y una mañana «Voz de Miel» hizo el recuento y se descubrió ya mujer, y de un día para otro habían pasado veinte años, dos décadas, cuatro lustros, siete mil trecientos días, 175.200 horas y era el minuto de emprender el retorno a la mapu de su abuela. Todas las noches, antes de dormir y viajar en sueños hasta su casa, recorrer el fogón en donde su abuela, “pasada a humo”, le enseñaba con el ejemplo como hacer las cosas y disfrutarlas. Ella no había caído en la cuenta que sabía muchas cosas, ya que de chica no lo había percibido, pero la mente es poderosa y le empezó a enviar señales, un “De Javú” de cosas que le eran muy fácil hacer. Por eso no fue extraño que por un estado natural sus pasos fueran en dirección de la greda, la tierra húmeda, la llovizna de las mañanas, y el sonido del puelche que se colaba por las fisuras de la envejecida casa. Todo era distinto en Puyehue. Todos los amigos de infancia habían crecido, migrado, otros ya tenían hijos. Las viejas casa campesinas habían sucumbido al olvido, las termitas y los incendios. Otros no vieron el valor de la tierra y la habían vendido por “chauchas”. De a poco los “chalets” se apoderaban del entorno. Por eso decidió recatar un retazo de tierra y levantar a mano su refugio, su ruka, porque aunque lleva consigo dos apellidos similares, le deben uno, y no cesará hasta conseguirlo, no por orgullo, sino que por justicia.
Retuvo su mano por uno segundos para solo decir lentamente con una voz desgastada por la mala vida, siete palabras que nunca más olvidó: “Tienes un fuego fatuo en tu interior”. Y la gitana, moviendo la cadera como solo ellas lo saben hacer, con sus ojos multicolores y su cabellera de plata, se fue cantando en Romané. A los días, ya con más de veinte años a cuestas, ya su amiga, para la que trabajaba, le hizo una propuesta, le costó un mundo decírselo, ya que no sabía como Yanet lo tomaría, al cabo la invitó a la enorme cocina a tomar un café expreso: “Quiero que estudies, para cuando te vayas de mí, todo haya valido la pena”. A medias acordaron pagar una carrera, cualquiera, la que a ella le gustara. «Voz de miel» con esos enormes ojos y la sonrisa alba, asintió un poco ruborizada. La buena estrella existe. No tardó en tomar en serio la propuesta y se inscribió en la Escuela de Arte en la calle Bustamante. Se especializó en orfebrería y cerámica. Siempre se acordaba de la gitana y el fuego fatuo. Algún significado tendría. Luego quiso avanzar más y aprendió a trabajar la “ñocha”. Luego en Panguipulli, a través de un libro que publicó un antropólogo de la Universidad Austral, se enteró que en un cerro a los pies del Lago Kalafquén, se había descubierto una alfarería milenaria, de casi 12.000 años, que de alguna manera ponía en entredicho la Teoría del Poblamiento Americano, que decía que el hombre había desarrollado toda su cultura en suelo de norte América. Esta cultura, “Los Pitrén fueron los primeros horticultores que habitaron el área entre el río Bío Bío y la ribera norte del lago Llanquihue, por ambas vertientes de la cordillera de los Andes y al oriente de la cordillera de Nahuelbuta (Chile). Es un ambiente dominado por el bosque templado lluvioso, que cubre desde la costa hasta los faldeos de la cordillera. Sobre ésta última, y antes de las nieves eternas, se desarrollan los bosques de araucarias, coníferas endémicas de esta región”. Ahí estaba Pitrén, un cerro solo a unos kilómetros de distancia, que dio el nombre a la cerámica andromorfa, que reina un vasto territorio.
Hoy «Voz de Miel» enseña su arte en la Escuela María Alvarado Garay. Cree que los niños y niñas necesitan saber lo que es la tierra, y que es tan importante como las matemáticas, el inglés, lenguaje y el Mapudungún.
Trabaja agradecida con niños de seis, siete y ocho años de edad, la edad de la inocencia, la mejor edad. Que aprecien la textura, y que las figuras que ellos con sus manitos moldean, queden en sus casas, en un lugar privilegiado, y que sus padres lo valoren como un trabajo único en su especie, ya que al final del día, sus hijos han hecho una figura única, irremplazable, con la paciencia milenaria del trabajo “hecho a mano”. Suralis.- Con la llegada de las Fiestas Patrias, la empresa de agua y saneamiento Suralis …