Crónicas de Muñozo: La Reina de las Flores


Crónicas de Muñozo, por Jorge Jimenez: Lucía Llancafilo es una mujer que habla despacio, pausado, pero sin detenerse. Menuda, frágil y delgada, y a veces pareciera que tiene dificultad para moverse. Dan ganas hasta de darle una mano. A medida que uno la conoce, se da cuenta que es como un bambú. Sus raíces son enormes y su fuerza es impensada. Es lo suficientemente flexible para creer que se va a quebrar, pero tan firme como para mantenerse en pie. Su reino es una quebrada, que nadie pudiera adivinar que hace setenta años era un cráter gigantesco por donde corrían aguas que provenían de las lluvias que a veces se alargaban por un mes completo, de la mañana a la noche, y sin cesar durante las largas y oscuras noches en el paralelo 39. Ya hace más de ochenta años que llegó a ese lugar, que hoy solo pasan personas obligadamente a despedir a un ser querido, en su última residencia.

Hace muchos años conocí personalmente a la Sra. Lucía Llanacafilo Silva, sin adivinar siquiera el don que lleva en sus manos y los conocimientos heredados de una desconocida que llegó a su casa para quedarse. Supe de entrada que no sería fácil escribir esta crónica.



Al poco andar, caí en la cuenta que ella es la matriarca de la familia, y como toda matriarca ha marcado el destino de toda su familia con la perseverancia propia de quien tiene la sabiduría y la paciencia para guiar a sus “almácigos”, al igual que con sus hijos -que fueron cuatro- y poner toda la fe y todo el «newen» en que ello suceda, y por fin maravillarse con que la semilla germina para reproducirse como lo ha hecho por miles de años, viendo a los humanos descubrir sus propiedades y darle un uso bueno. Cuando digo que ella es matriarca, es porque es como el sol, y sus hijos y nietos y su pareja de toda la vida, los satélites.

Solo me bastaron cinco minutos de conversación en su invernadero, para quedar maravillado con el milagro de la vida, donde se complementan las especies vegetales y la humana. Me invitó a su casa. De entrada le dije: «vengo a hacerle una crónica», y en silencio me invitó a sentarme. Su universo es infinito. Hay plantas y flores de todos los colores, todos los portes , todas la formas, que van desde la ornamentación de cientos de cactus, pasando por plantas medicinales, y almácigos por donde se le mire.



A la entrada de los senderos por donde uno va descubriendo palmo a palmo lo increíble de presencial la belleza de un espacio reducido, hasta la saciedad aprovechado y donde todo el arcoíris está presente, donde la pupila de cada ser humano envía su señal al cerebro infinito, para solo contemplar. Lo complementa el sonido nítido del “co”, que corre libre, quien sabe de dónde viene, y tampoco sabemos dónde va. El lugar solo nos invita a sentarnos y contemplar. No hay odio, no hay resentimiento, sólo vida. Lo que fue una mediagua hace setenta años, hoy es una construcción bella y armónica. La reina de las flores es silenciosa, nadie sabe dónde está en esos vericuetos que solo ella sabe, donde tiene un mapa mental, con la ubicación exacta de cada planta, cada flor. 

Al poco rato que nos largamos a hablar, a decir verdad ella hablaba más que yo, se fueron acercando uno a uno sus hijos presentes y su marido, para «ilustrarnos» a través de la memoria, como fue el Panguipulli de 70 u 80 años atrás.

LA QUEBRADA BENDECIDA.

Todo comenzó cuando después de más de cuarenta años de trabajo de su padre, cuando se trabajaba casi por la comida, de sol a sol, porque no pagaban con dinero sino con especies, que en más de las veces solos se traducía en unos pollos y un quintal de harina. Panguipulli era sólo un puñado de no más de treinta o cuarenta casas de madera, de los bosques nativos milenarios.



Su patrón, una mañana de lluvia, le dijo; “te regalaré este pedazo de tierra para ti y tu familia”. Lo que no sabía don Guillermo Llancafilo Calfuan, padre de la Reina de las Flores, es que ese retazo de tierra de diez metros de fondo por cuarenta metros de ancho, que lo que tan amablemente su patrón “le regalaba”, no era de su propiedad, sino que era casi el patio trasero de la Misión Capuchina de Panguipulli, a cargo de los Curas Misioneros.

Un día cualquiera caminaba por esa calle el mismísimo Padre Bernabé de Lucerna, quien viendo que esa familia ocupaba el lugar inhóspito para la vida humana, les dio su bendición a una mujer con nueve hijos, con un marido que ganaba un sueldo miserable como «mocito» y que no llegaban con lo suficiente para alimentar a su prole, le dijo; “haga su ranchita aquí mismo”, clavando y una cruz de madera en el suelo, no sin antes hacer una cruz con la mano derecha en el aire. Esa mujer era Georgina Uberlinda Silva, su madre de prestado, ya que su madre verdadera había muerto en el parto y fue “regalada”, cuando su padre lo cegó el dolor, a la Sra. María Domitila Zambrano Sánchez, nacida en Toltén, en la Araucanía en 1870. Nadie sabe, ya que la memoria se va nublando con los años, como un día para otro iniciaron un viaje eterno por tierra, cruzando bosques y esteros, hacia terrenos poblados por Mapuches, de a acaballo y a pie. Una tarde vieron desde la altura incrédulos un inmenso lago, y bosques milenarios intactos. Era Panguipulli.


Al tiempo, Georgina Uberlinda Silva, la madre de Lucía Llancafilo, la Reina de las Flores, a la edad de doce años se empleó para cuidar niños. Dicen que su padre era medio “gringo”, y que cuando su mujer murió en el parto, decidió regalarla. Lloró por días y noches, pero ni la memoria de su amada fallecida en el parto, dio para criar a su hija. Como dijimos “la regaló”. Pero los genes no se equivocas, y por el lado de su padre y madre (verdaderos), heredó los ojos de color cielo, las pecas y la melena rojiza. Por esas cosas de la vida, se cruzaron don Guillermo LLancafilo Calfuan, Georgina Uberlinda. Él cuando la vio, su corazón se detuvo y no pensó en nadie más que en ella y ya no pudo dormir tranquilo.

No pasó mucho tiempo, y contrajeron matrimonio. Ella tenía trece años, el treinta cumplidos. De ahí nacieron nueve hijos, de los cuales solo sobrevivieron siete. Entre los sobrevivientes, Lucia Llancafilo. Dos murieron de tifus, que era muy común en ese tiempo en Panguipulli, ya que no había condiciones sanitarias. La gente moría a diario. La Reina de las Flores, se entretenía con sus hermanos pequeños como ella contando los ataúdes de los difuntos que pasaban frente a su casa camino al Cementerio, al final de la Calle Padre Sigisfredo. A veces superaban los diez cajones diarios. Era una tragedia, en especial de niños que no soportaban esta enfermedad. Eran cajones rústicos, fabricados por los propios padres de madera brava sin pulir. Pintados a brocha con pintura blanca para los púber, y de color negro para los adultos. Como el camino era casi una huella, que en general era un lodazal, los deudos subían los cajones al hombro. No paso mucho tiempo y apareció un servicio funerario que consistía en un caballo y carro. No fueron pocas las veces en que el caballo resbaló con carreta y todo terminando en la zanja por donde bajaba el agua con barro.



Cierta vez el cajón del difunto mal estivado, terminó rodando con muerto y todo, y los familiares de un luto cerrado, corriendo desesperados para que el muerto no llegara hasta la plaza de Panguipulli, continuar por la calle principal y terminar en el lago.

Resignados, tristes y mirando al cielo por tanta desgracia, se metían al lodo y sacaban el féretro para proseguir su procesión hacia su última estación, en medio de la oscuridad invernal y la lluvia torrencial. La vida era muy dura, sobre todo para campesinos, inquilinos y mapuche. Su padre, don Guillermo LLancafilo Calfuan,  vendía la  leche que sacaba de las vacas del fundo, en lo que hoy la calle Etchegaray, detrás de la Escuela María Alvarado Garay. En el pueblo los alimentos y abarrotes escaseaban.



Los alimentos solo era posible obtenerlos después que llegaban desde Valdivia por dos vías posibles, ya que los caminos prácticamente no existían. Todo el que llegaba a esta “mapu” lo hacía sobre un caballo o una mula. Los víveres más básicos para calmar el tripal, eran trasladados desde Valdivia a Los Lagos, en tren, luego subían por el Río San Pedro hasta Riñihue, y desde ahí en carreta o a caballo hasta Panguipulli.  La vía alternativa era Lanco, por tren directo a los pocos almacenes que había. En lo que hoy es la Plaza Arturo Prat, (frente al Banco), nacía un “ojo de agua”. De ahí se abastecía el mercado, donde los campesinos y citadinos compartían el espacio donde se vendían de comidas, alcohol y productos varios. Eso hasta que se incendió en el año 1953 y nunca más levantó nada ahí. La primera comisaría, estaba en la plazuela de Los Alcaldes, “pegada” a lo que hoy es el edificio de la Municipalidad. Todo eso vieron los ojos jóvenes de la Reina de Las Flores.

JUAN GARCIA, EL MILAGROSO.

Un día cualquiera, que nadie recuerda, apareció muerto al costado de la Plaza Arturo Prat un joven de treinta años. Se llamaba Juan García. Los vecinos del pequeño Panguipulli, en donde todos se conocían, se sintieron conmocionados. Se diría que era tierra de nadie. La familia, levantó una animita para recordarlo. En su paso hacia la Iglesia de Panguipulli, la gente pasaba a dejar velas encendías y flores luminosas y a pedirle uno que otro favor. La reina de las Flores, ya madre de cuatro niños, fue su devota, tenía toda la fe en Juan García. Fue tanto que cierta vez, cuando le costaba tener alimentos para sus hijos, se paró firme y resuelta, pero con humildad, frente a la animita, y le pidió acongojada que los alimentos se los multiplicara. Ella sabía que su protector no le fallaría.



Al final de ese mismo día, cuando la fe tambaleaba, un amigo de su marido, que se había ido a la Argentina a tratar de cambiar la suerte,  la vio tan afligida por la comida, que le dijo que como amigo no podía permitir eso y le regaló un quintal de harina y harinilla. Lucía, la Reina de las Flores, no sabía cocinar mucho e hizo presurosa unas sopaipillas de harinilla, no estaba muy rica, pero el hambre era tanta que fueron como las mejores que recuerde. El hambre convierte cualquier mendrugo en el majar de los dioses.

Al otro día bajó con una vela encendida, que aunque llovía no se apagó. Juan García se merecía esa ofrenda. Un día la animita desapareció de la plaza. Los García la trasladaron al Cementerio. Aun así, siempre este hombre desconocido está en su corazón y sus oraciones diarias.

Antes de ser madre, Lucía LLancafilo, a los 11 ó 12 años ayudaba a su mama y la familia con la fabricación de Coronas de papel de color Rosado y celeste. «También vendía en la puerta de mi casa Mote con Huesillo, a los que acompañaban a sus muertos al Cementerio en días de sol». La pobreza era total. Su padre fue despojado de su tierra allá en la zona de Huitag. No había animales propios, por lo que solo comían carne cuando al «patrón» se le moría un animal, mordido por los perros. Solo ahí le regalaban al papá una oveja moribunda: “llévele carne a sus hijos» le decía el patrón. Un día su madre, cansada de la  humillación le dijo: «no recibas más esa mugre, ya nos arreglaremos de alguna manera». Él no dijo ni pío, y nunca más aceptó esa carne para sus hijos.

LAS FLORES

El reino de las Flores esta ubicado en el Nº317 de la Calle Padre Sigisfredo, en la subida camino a la última estación: el Cementerio. Ahí mismo está la casa de la Sra. Lucía Llancafilo, que originalmente era una quebrada profunda, de diez metros de fondo, por 30 de ancho. No se podía construir nada ahí. Solo cuando se hizo la construcción de Saesa, su marido que trabajaba ahí de sol a sol, consiguió que le  regalaran como 1.500 cubos para relleno. Ahí mismo comenzó a hacer un inmenso jardín, sin saber lo que vendría, tal vez la ignorancia de algo que como mapuche debía saber, pero no lo sabía. Lo que se presentaba como prometedor, se convirtió en una pesadilla: Al rellenar con tierra y cuanto escombros encontraban para hacer útil y habitable ese retazo de tierra baldía y construir su mediagua para vivir dignamente con sus cuatro hijos, según una machi que vino a verle por recomendación de una amiga, al ver el espacio solo exclamó “uhuuu… usted rellenó esa quebrada de hualve, ese fue un error hermana, usted tapó ahí, y lamentablemente, ahí estaban los espíritus, los “Negen” de nuestros mapuche, los del pasado. Estaba el “piuchén”, también el espíritu del guanaco y estaban Los Perros; y adonde usted tapó. Pero sabe, que todo indica que el “piuchen” se fue a otro hualve más allá, no quiso hacerle daño a la familia. En cambio los “perritos”, esos espíritus se quedaron, y si usted ve, usted entra en la quebrada, donde usted tiene sus plantas, todas las personas dicen “que lindo” y como si quisieran quedarse a vivir aquí. Esos son los espíritus de los perritos que atraen a la gente. Son muy juguetones. Hay una paz muy grande». Al escuchar esta sentencia, decidió en ese instante que ses lugar sería «su reino».

Ahí mismo levantaron la mediagua y crió sus cuatro hijos. Vive en el mismo lugar hace más de setenta años. Fue en ese mismo lugar, donde cierto día, que casi nadie recuerda, solo ella, que llegó sin aviso una abuelita, que buscaba y buscaba hierbas por ese mismo sector. La Reina de las Flores, Lucía Llancafilo, solo tenía veinticuatro lustros de vida. Resultó ser una machi. Uno de sus hermanos estaba enfermo. Ella casi con solo mirarlo concluyó: «Le hicieron un mal en la misma familia». Se cree que una de las hermanas lo hizo porque la madre de la Reina de Las Flores no le convidó yerba mate. Ahí mismo, que la machi de buenas ganas le hizo remedio con el uso milenario de hierbas, que solo ella sabía de su poder. El hermano alivió, y se quedó un par de días, los que se convirtieron en semanas, luego meses, a la postre años. Se quedó, no solo porque ella quisiera, sino porque la Sra. Georgina Uberlinda, también se lo pidió. Estaba escrito. Ella contaba que era de la zona de Coz Coz. Salía por la mañana y regresaba a la noche. Un día, fue grande la sorpresa cuando le dijo a la Sra. Gerogina: “Estoy vieja y sin muchas fuerzas. Préstame a una de tus niñas para que me acompañe”. La Sra. Lucy, aún pequeña fue la elegida. A diario y a toda hora recorrían a pie los cerros continuos al lago Panguipulli, cerca de lo que es o fue el  Cementerio antiguo. Dice Lucía Llancafilo, “ese lugar siempre fue visitado por personas que buscaban remedio”. La Machi, la abuelita se llamaba Rosario Tripayante.

Cuando falleció, fue sepultada en el Cementerio de Coz Coz. «De ella aprendí muchas de las propiedades y usos de las hierbas medicinales. Hoy soy una “curadora” de hierbas. Mucha gente, y machis han venido a conversar conmigo, buscando hierbas que se han ido perdiendo. Como descendiente de Mapuche, agradezco el haber sido alguien humilde, que fue guiada por Rosario, la cual me enseñó el valor de las plantas y como utilizarlas».

La Reina de Las Flores, es Patrimonio Vivo de Panguipulli.