Crónicas de Muñozo | La Mujer que camina


En la tercera crónica, el escritor cuenta la vida de una esforzada mujer campesina, cuyos hijos hoy se encuentran cursando estudios profesionales, gracias a «la mujer que camina».


Crónicas de Muñozo | Al descender del vehículo comprendí que tendría que caminar y caminar para conocer a las familias Nahuel de la zona de Herquehue, a la cual se puede acceder por el camino que une Panguipulli a Los Lagos, a seis kilómetros desde la Plaza Arturo Prat, entrando por Puyehue. También se puede acceder por la Localidad Ferroviaria de Melefquén, yendo de Panguipulli a Lanco, a mano izquierda. En cualquier caso, ambos caminos me llevaban a la mujer que camina.

Ella, después de mis incesantes gritos, y los ladridos de los quiltros famélicos, antes de entrar al callejón, con una loma que impedía ver la estructura de una casa construida con lo que había en su momento, de madera bruta y reseca, que de tan antigua que era, bastaría con solo encender un fósforo, para que ardiera completamente.   

A esta mujer morena le costaba sonreír, y no era para menos, era el pilar de una familia y al entrar a su hogar lo comprendí todo, trate de no importunar con preguntas con respuestas obvias. En un sillón, medio recostado su marido, un Mapuche fornido, y sonriente, que me hablo en mapuzungün solo para molestarme. Le gustaba eso, cuando iba a verles, siempre hacía lo mismo.

Llevaba por nombre Francisco Nahuel Aillapan. Le apreté la mano al saludar y se quejó. Me dijo, casi no puedo moverme. La mire a ella, y ahí me dijo: tuvo un accidente y no ha podido aliviar. Tenía nueve costillas quebradas, y nadie le había ayudado. Ahí quedaron las costillas astilladas que le penetraban el pulmón y le costaba respirar.

Había sido aplastado por dos yuntas de bueyes en una mala maniobra, y aún lo lamentaba. Al su alrededor, unos niños, muy niños miraban atentos con sus enormes ojos. Eran unos niños, a pesar de la precariedad, dignos, muy dignos. En la mesa de madera, un mantel floreado, una cocina a leña muy maltrecha, y donde en invierno tiene que haber sido bravo, y el verano con un sol abrazador, un infierno. Ella me ofreció un té, accedí. Un día apareció en mi trabajo, a primera hora, sin signos de haber desayunado. Le ofrecí un café, al cual aceptó. Vi su rostro preocupado. Todo le jugaba en contra. La vida había sido difícil. Un día le pregunté de donde era, ya que notaba en su forma algo distinto a los originarios del sector, atestado de hualles, esteros que cruzaban, cerros y colinas, hualves, y huellas que se oscurecían bajo el follaje.



Desde el caminos, se bifurcaban innumerables caminos secundarios que llevaban a los caminos de dios, donde nadie creería que hubiera vida. Caminos solitarios. En los cerros también se veían construcciones ligeras, como colgando de ellos. Me contestó: «ese hombre me trajo a vivir aquí». Se levantaba al alba, y no contaba más que con uno o dos kilos de harina para hacer algo de pan. Tenía algunos animales, pero como no era una campesina propiamente tal, hacia lo que podía. Los animales se le perdían, las gallinas se las llevaba el «ngürü», que siempre estaba al acecho. Otras, se las robaban. Los niños crecieron uno tras otro y tenían que comer. La mujer que camina, lo hacía literalmente, salía a paso bravo, bordeando los cerros y las casas humeantes, hasta llegar al cruce de Melefquén, cuatro kilómetros exactos, y pasaba horas y horas haciendo señas a los vehículos para llegar a Panguipulli y golpear puertas, ventanas, paredes o lo que fuera para alimentar a la prole, luego, en la tarde, o media mañana, va no importa, emprendía el regreso, la misma dinámica, y de vuelta a caminar esos cuatro kilómetros, cuando menos. 

Un día me fui del trabajo, y nos perdimos de vista. Eso no impidió que por terceros, me llegara un aviso, como quien se invita a un cumpleaños, un bautismo, una primera comunión o un casamiento. Su esposo había fallecido. Me invitaban a su funeral. Fui y lo miré desde lejos, una tarde de llovizna, en el cementerio de Panguipulli.

Pasaron varios años, y por esas cosas de la vida, llegué a trabajar a la Biblioteca Pública de Lanco, como su primer director. Una mañana de sábado del año 2014, una persona, un joven moreno, de ojos grandes y sonrisa fácil entro a la Sala Infantil de la biblioteca con una pequeña niña y me miraba insistentemente y se sonreía. Como que me era un rostro familiar. Eso se repitió como tres o cuatro sábados consecutivos, hasta que una mañana se me acercó y me llamo por mi nombre. Si, le dije, ese soy yo. Me dijo, yo soy hijo de la mujer que camina. Era él, Gustavo.

Ahí lo reconocí, era Gustavo, el hijo de la Mujer que camina. Nos dimos un abrazo como viejos conocidos. Era ya un hombre. Lo había conocido de quizá doce o trece años. Era despierto y siempre andaba cerca de su mamá, ayudando en lo que podía.

Que sorpresa le dije, ¿qué ha sido de tu vida?

Estoy estudiando en la Universidad Austral, respondió con orgullo.

¿Y tú mamá y tus hermanos?, continúe interrogando.

Ahí está en Panguipulli, me dijo, en el campo ya no se podía vivir.

Claro, pensé para mí.

Me esperó y nos vinimos de regreso a Panguipulli en el Pirehueico de las catorce horas. Ahí me contó, casi muerto de la risa, que un día, después del fallecimiento de su papá, y luego del de su hermano, Norma Herrera, la mujer que camina, no pudo más y reunió a sus hijos, los que le quedaban, y sin dudarlo les comunicó, sin dar ni la más mínima posibilidad de duda: “Nos vamos, les dijo”. Acá no se puede vivir. Los niños la abrazaron, y en ese abrazo, iba un tácito apoyo. Total, ellos sabían que la mujer que camina, si era capaz de ir caminando a Melefquén, y luego a Panguipulli, en la mañana temprano, para regresar con mercadería o un par de kilos de harina para hacer el pan del día, para un ejército de niños, y multiplicarlos durante la tarde, y haber cuidado a su pareja hasta la muerte, era capaz de todo y más, total, no por nada había hecho vida en un campo solitario, lejos de las luces de la ciudad, sin saber nada de campo.

¿Te acuerdas (Gustavo ya me tuteaba) cuando le llevaste a mi mamá unas ovejas?

Cómo no me voy a acordar, respondí muerto de la risa, si le dije que tuviera un corral listo, y me aseguró que estaba listo. Cuando las ovejas saltaron estresadas desde el camión, se fueron saltando como canguros por el camino, imposible atajarlas, y después las mirábamos de lejos como se perdían por un lejano cerro, se veían chiquititas…

También me habló de su hermana, la única hija mujer, que estudiaba en el Internado de Purulón, después me enteré que había sido alumna de mi compadre Renzo Verdugo.

Y que Belarmino, ahí estaba como siempre. Como siempre quería decir que estaba en el Seminario, estudiaba o se preparaba para servir a Dios.

Mi sorpresa fue tal que abrí unos ojos enormes y solo dije ¿De verdad?…¡¡¡

Llegamos al terminal de buses y al descender, me dijo: Arrendamos una casa e iniciamos una nueva vida, desde cero, sin olvidar lo que pasamos. Queríamos que mi mamá no caminara tanto. Mi mamá trabaja en la Casona Cultural de Panguipulli, anda a verla, se alegrará de verte. Fui.

La Casona Cultural de Panguipulli le dio un lugar, y ella se lo gana día a día con respeto y humildad.

Efectivamente, ahí la encontré. Como siempre, digna, enojona, amable y dispuesta a ayudar y ganarse un lugar. Se veía contenta, no sé si feliz, pero contenta. Su vida y la de sus hijos habían cambiado y para mejor.

Nos abrazamos como viejos amigos que nos hicimos, y le expliqué por qué la buscaba.

Nos sentamos frente a frente, como aquella ves que llegué a su casa, hace muchos años atrás, en Huerquehue, luego de sortear una tranca de madera y un largo callejón.

Me contó como había llegado a Panguipulli.  Un día subió al  bus en Lanco, e insistentemente, un hombre grande y moreno le quería dar el asiento. Ella le dijo que no. El insistía y ella que no. Fue tanto que lo retó y le dijo que no fuera duro, que no y que no. Al cabo, viajó todo el camino de pie. Al llegar a Melefquén, ese cruce de toda su vida, descendió si se encontró con un amigo del lugar. Para su sorpresa, le presentó a su hermano, que era no más ni menos que el hombre que le quería dar el asiento. Así es el destino. Se quedó con él, y se veía una vez al año, y una vez al año él le escribía una carta de amor, y ella una vez al año le respondía. Así pasaron de novios seis largos años, hasta que ella se quedó.

Anoche, nos reunimos en su casa después de muchos años, en su otra casa, la del pueblo, a pasos del Terminal de Buses de Panguipulli. Había traído consigo los vestigios de aquella vieja casa que los había albergado en Huerquehue. La mesa de madera de siempre, unos baúles, todo lo que pudo. Habíamos quedado en que buscaría fotografías que reflejaran su tránsito por esta vida, y me sorprendí, tenía cientos de fotografías, las ausculté detenidamente mientras aclaraba dudas, mientras ella me relataba, y me mostraba fotografías. Elegí seis, que hacen justicia a la Norma Herrera, la mujer que camina, que conocí el año 2003.

Antes ya tenía versiones de sus hijos, especialmente de Valeria. Al cabo de esta historia, puedo decir que hoy es UNA FAMILIA QUE CAMINA, ya que esos pequeños niños están haciendo lo que soñó su madre para ellos: Estudiar.

Valeria estudió Ingeniería en Producción Ganadera.

Belarmino, estudia Derecho en la Universidad Católica de Temuco.

Gustavo, estudió Biología Marina y ahora va por su segunda carrera: Trabajo Social.

Y Francisco, el hermano mayor, maestro en Panadería y pastelería, en los momentos más duros, se la jugó por su madre y sus hermanos más pequeños, que hoy reconocen ese gesto.

Al despedirme le dije; Sra. Norma, como le ha cambiado la vida,…

Solo respondió que era gracias a sus hijos que le dieron la fuerza.

Antes de despedirme, pensé en esos niños, y agradecí ser parte de su historia de esfuerzo y sacrificio. Hoy casi todos profesionales, y descubrieron que el mundo era más que Huerquehue, Melefquén y Panguipulli. Hoy son humanos de bien, sencillos, orgullosos y con un mundo que los reconoce y los premia.

Todos podemos caminar.

Todo gracias a Norma Herrera.

La Mujer que Camina.

Coñaripe, septiembre 12 de 2018.

JORGE MUÑOZO.



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