Crónicas de Muñozo | Antonia, una mujer pétrea


Crónicas de Muñozo | La vida es una caja de pandora, nunca pensé que tendría la misión irrenunciable de escribir una rapsodia de Antonia Calfumán Pichipillán. Los vericuetos me llevaron a ser parte de su vida y quedar en uno de los ramajes de este árbol que tiene una raíz tan antigua como la existencia de la vida.

No ha sido fácil describirla en todo su ser, un ser complejo e imprevisible, así fue Antonia. Ha sido difícil asumir que ya no está entre nosotros, sin embargo, en todo está presente, al extremo que todo lo que vemos en nuestro entorno tiene que ver con lo que nos legó. Fue tan extrema su figura que se dio maña para fallecer mientras yo tomaba un café, un jueves de enero, a eso de las 18:30 en Casa Bermellón, invitado por Alejandra Leal, donde recibí un escueto llamado que decía «la abuelita se nos fue».

Entendí que había fallecido, era algo que no se podía digerir. Traté de demorar mi llegada al Hospital de Panguipulli para no asistir a lo que nunca había sido capaz de hacer en la vida, ver un ser humano en viaje a la otra vida. Fue impactante verle yerta e inerte en una tarima de piedra en la morgue. Es difícil expresar con palabras un peso en el pecho.

Ya estaba vestida y tuvimos que trasladarla a la urna. Se fue la carroza a Cultruncahue y nosotros detrás, a ordenar su casa y habilitarla para velar su partida.

Ahí estuvimos con ella, a solas, en el silencio de su casa,  sabíamos que vendría lo más terrible, que era; no verla caminando, ordenando o presidiendo la larga mesa que le había fabricado años antes con mis manos. Ahí caí en la cuenta de algo atípico: que la quise como a una madre.

Inicie hacia atrás, un largo viaje para rememorar, juntar las piezas de su larga y extraordinaria vida y aún así me quedaré corto para rememorar el momento que nos conocimos.

Al principio, como todo principio fue difícil, ya que ella solo quería proteger a su única hija. Un día me expulso de su campo pero al tiempo tuvo que doblegarse a la realidad y pedirme que viniera a visitarle. Me hice el interesado y solo me envío un mensaje:- «que venga a almorzar».

De ahí en adelante hablábamos sin decir nada. Sólo eran simbolismos y mensaje cifrados, señales en el rostro o el movimiento de una mano. Ella no era de piel, mas si abrazaba y acariciaba con gestos. Cada uno de los dos sabía que nos estábamos acercando. Una forma de decir que ya me estaba queriendo y considerando era cuando llegaba a su casa,  me hacía pasar y me servía de comer.

Con el paso del tiempo hicimos habitual los fines de semana con ella, cocinando y sorbiendo todos los manjares culinarios y etílicos posibles. Si había que comer, pues bien, cocinábamos como para un ejército, que éramos nosotros mismos. Sopaipillas, pantrukas, empanada fritas y de horno, asados varios, cazuelas, huevos fritos, chupilkas, sopitas de todas las variedades. A veces encontrábamos «changles» que ella misma había recogido en sus caminatas por su bosque.

Era habitual verle vestida estrafalariamente y con una vara en la mano,  seguida de perros, gatos, patos, chanchos, aves de todo tipo, cuando iba a ver sus vacas y ovejas.

Ella dirigía todo. Además, era una hábil negociadora. Todo estaba en su cabeza, todo un mapa mental de como se haría todo, ahora, mañana y en el futuro. Lo importante es que nadie quedara con hambre.

A ella era muy difícil decirle que no a lo que se le ocurriese, se le ponía entre ceja y ceja una idea y partía. Y si nadie la acompañaba, partía sola, al final, todos la seguíamos.

Carácter dominante, calculaba todo, cada movimiento y las cuentas nunca se le escapaban. Si tenía algo muy desarrollado era la capacidad de aprender, observar, y con una memoria privilegiada.

Cuando nos largábamos a conversar de cualquier tema, nos quedábamos con la boca abierta cuando opinaba con la propiedad de haber visto eso, o que se lo habían contado, o que lo vio en TV, o que lo leyó en un diario, ya era tanto, que bromeábamos en la mesa, y a veces para callado, que ella tenía en alguna parte oculto, un computador y que visitaba todos los sitios de Google… no era posible que supiera tanto y de todos los temas. Era recurrente que sentenciara: -«eso no se hace así, se hace de esta forma». Casi siempre tenía razón.

Esta mujer pétrea tenía un corazón gigante y pocas veces la vi llorar. Una de ellas fue cuando su nieta pequeña, Josefina Jimenez Curilem , estuvo al borde de la muerte, con solo tres años de vida. Al final deduje que su conocimiento amplio y en expansión, solo tenía que ver con una actitud ante la vida, saber mucho para que nadie la engañara. Y claro, no por nada había vivido casi 90 años y había visto de todo, como por ejemplo la miseria y la bondad del ser humano.

UNA CASA, UNA FOTOGRAFÍA, UNA HISTORIA

Hace pocos días, y luego de “despedirla”,  lo digo entre comillas porque su nueva casa, en el Cementerio de Cultruncahue, solo está a unos treinta metros de nuestra casa y uno pasa cerca y la saluda, la familia Curilem y todos sus afluentes, en Chile y el extranjero, se dio a la tarea de recuperar la añosa casa de dos pisos construida por don Onofre Curilem, donde vivió con señora Maria Millanguir, con varios hijos e hijas, los que se vincularon a la Iglesia católica, con dos hermanas monjas, y un cura párroco. Ahora los hijos, nietos y bisnietos se dieron a la tarea de recuperar esa extraordinaria construcción, además del máximo de fotografías antiguas de la familia, tanto de los Millanguir, como de los Curilem, en Chile como en Brasil, Argentina y Europa.

Así apareció una fotografía preciosa en blanco y negro. Ahí estaba Antonia Calfuman Pichipillan, a la salida de la Iglesia, casada, de blanco junto a un hombre alto, elegante, y que la enamoró con canciones de amor, era don Genaro Curilen Millanguir. Ahí está ella cincuenta años antes. Orgullosa, feliz y con unos ojos vivos que solo habían conocido los entornos de Villarrica, a la orilla del Rio Voipir…

De un día para otro se despidió de su familia, los Calfuman Pichipillàn y su pequeña hermana Guacolda, la misma que ofició la ceremonia mapuche de despedida de este mundo para viajar hacia el otro lado. Nunca había abandonado el entorno de Villarrica.

En los años sesenta del siglo pasado, don Genaro Curilem, era de joven un animador de fiestas, con uno de sus hermanos y se empleó en la Central de Pullinque, que dependía de Endesa. Ahí conoció con quien sería su cuñado, don Marcelino Calfuman Pichipillán. Un día, don Marcelino lo invitó a su casa, y ahí le presentan a Antonia, que más bien era parca, seria, pero ella esperaba su visita.

Nadie sabe en qué momento decidieron casarse. Al principio vivieron en Panguipulli, y al poco tiempo se trasladaron a Rapel, luego anduvieron en norte, después de un largo tiempo ya habían tres niños pequeños del matrimonio; Jorge, Eduardo y Aldo Ivan Curilem Calfuman. Surgió la posibilidad de tener una casa propia y se instalan en la Villa Endesa, a cuadras del Templo Votivo de Maipú.

Ya era el año 74 y nace María Elisa Curilem Calfuman. Después de cuarenta años de vivir en Santiago, don Genaro se enferma y decide que tiene que regresar a Cultruncahue. Antonia lo sigue, como lo hizo toda la vida y se instalan en su campo, al costado del Cementerio. Don Genaro solo dura unos años y fallece después de una larga enfermedad. Yo solo lo conocí un año. A él le gustaba los tangos ya mi también, nos hubiéramos llevado bien.

Fue difícil ver devastada a Antonia, nos dimos a la tarea de estar con ella y ella se concentró en hacer cosas. Fue así que casi todos los años, por no decir todos, nunca salimos en las fiestas de fin de año para no dejarla sola, por ejemplo vimos por muchos años los fuegos artificiales de Valparaíso por la televisión. Eso sí, nos dedicábamos a comer y conversar hasta que nos daba sueño.

EL PODER DE LA EDUCACIÓN

Antonia fue una mujer que le ganó a la vida. Apenas había ido a la escuela, y aún así, como muchas mujeres de origen campesino y mapuche, educó a todos sus hijos, y  más allá de eso, siempre les dio el mejor consejo que pudo dar ante la duda. Su visión de las personas era tan certera, que poco se equivocaba. Era como un faro para nosotros. Eso ayudó a toda su descendencia a transitar por caminos libres de los males del mundo.

Su mayor orgullo era ver como desde pequeños sus hijos fueron buenos en lo que hacían, y líderes naturales, cuando aún el concepto de «empoderamiento» no existía, ella lo practicaba en los suyos. Su mandato fue:-“Todos deben estudiar». Y así cada uno de sus hijos se fueron titulando, sus nietos, uno a uno fueron llegando con su título profesional para mostrárselo a la matriarca.

Sus descendientes han estudiado de todo; Uno es médico, otro ingeniero comercial, otro topografía, otra ingeniera ambiental, otro psicólogo, y su última nieta, Chelista y por ella adelantará el tiempo para ingresar a una casa de estudios superiores.

Para  Antonia Calfuman Pichipillán, no hay imposibles:-“Nada impide que avances, solo debes quererlo”. Cuando sus nietos y nietas han llegado con sus títulos, hacemos salud, y más de una oveja ha caído en desgracia. Así lo comprendieron sus hijos y estos se lo traspasaron a sus hijos e hijas. Se puede decir que fue una mujer adelantada a su tiempo.

MAPUCHE DE PIEDRA

Calfuman Pichipillán, no eran apellidos llevados de adorno. Antonia los hacía valer, y lo mapuche siempre estaba en sus opiniones, observaciones y en la memoria de los suyos en La Villarrica. Aunque no era una hablante, sí sabía el significado de las palabras y podía seguir una conversación en mapuzungün.

Se puede decir que su «prole» completa, trata en lo posible de practicar el «Buen Vivir». Cuando falleció mi suegro, ella como heredera, hizo cumplir con una sola frase el deseo de su esposo respecto de su tierra: -«No se corta ni un árbol, y no se divide la tierra». Naturalmente, todos con un vaso en alto, hicimos salud, no es algo que esté escrito, porque la palabra es ley. De hecho, ella y por lógica nosotros como familia, no hemos hecho otra cosa que ampliar los árboles nativos.

PERDIDA EN LA CIUDAD

Ella era muy joven cuando salió de Villarrica. Ya instalada con tres niños en Maipú (para mapuches y campesinos, Maipú en los años 60 era lo más parecido a su tierra lejana) y se daba maña para hacer funcionar el mítico Restaurante Panguipulli, en Carmen con Portales. Una construcción de diez de frente por cincuenta de fondo.

Se levantaba temprano,  ya existía su hija Maria Curilem, de manera de poder salir a hacer compras a Santiago, en el bus verde que se iba por larga alameda de Pajaritos, donde solo había chacras a su costado, hasta Estación Central. Había contratado dos «nanas chilenas», para que cuidaran a su hija Mapuche, algo increíble para la época. Cuando aún no conocía bien Santiago, siendo muy joven y provinciana, habitualmente se perdía en las calles Exposición, Meiggs, Maipú o Matucana, en el entorno de ese barrio de migrantes. Así que para orientarse, como podía preguntaba hasta que al fin lograba dar con la micro verde de regreso a Maipú, siempre llena de bolsas de frutas, verduras, carnes, condimentos.

Uno de esos días, agotada de tanto caminar, entró a un local y pidió una malta con huevo. Mientras descansaba, me contó, -“Se me abrió la mente, y nunca más me perdí».

ANTONIA LA AGNÓSTICA

Siempre me pareció una mujer con ciertos rasgos anarquistas y feministas. El que naciera una mujer en la familia era algo que valoraba de sobremanera. Ella decía que la fuerza de la familia radicaba en las MUJERES. En general cuestionaba las cosas establecidas. De hecho cuando le comentábamos algo relacionado con cosas sobrenaturales, no se demoraba nada en decir, entre burlona y sarcástica -«eso no existe». Eso nos lo traspasó día a día. Y cuando a la pequeña Josefina le daba miedo la oscuridad, ella la sacaba a caminar en la noche oscura, para darle el ejemplo. Es más, planteaba que la gente inventaba cosas.

En una oportunidad, en lo laboral, nos tocó organizar con Maria Curilem las «Primera Jornadas de Medicina Intercultural Mapuche», un trabajo encargado por el Programa Orígenes. En esa oportunidad se invitó a cuanta autoridad ancestral  se pudo. Entre ellos machis, lonkos, lawentuchefes, dirigentes en general. En la conversación un Lonko comenzó a hablar sobre los «flechazos», que según la información que él manejaba en base a la experiencia, decía que se trataba, que en los campos las personas cuando le tenía mala o envidia a otra persona, se escondían en las huellas, caminos, o la espesura del bosque, y cuando la persona iba pasando, la miraban con tanto odio o recelo, que esa sola acción casi telepática les llegaba violentamente y que eso le provocaba la persona afectada una enfermedad o le comenzaba a ir mal en todo , y que finalmente caía, sin remedio, y nadie sabía por qué no se podía recuperar, hasta que finalmente fallecía. El Lonko quiso que alguien de los asistentes ratificara su teoría de los «flechazos» y no se le ocurrió nada mejor que preguntarle a la primera persona que vio enfrente. Esa persona era Antonia Calfuman Pichipillan. -«¿Cierto ñaña»? -le pregunto serio… Ella lo miró burlona, todo estaba en silencio y solo se escucho por respuesta – «No… eso no es cierto». La carcajada fue generalizada.

Después en la casa le dijimos, muertos de la risa hasta el día de hoy, que tenía que apoyar, porque para eso la habíamos invitado, por su sabiduría y no ir en contra. Ella nos explicó, con múltiples ejemplos, que efectivamente eso podía pasar, lo de los flechazos, pero solo era cuando la gente era débil. De ahí comprendimos su filosofía. Que si éramos fuertes y aclanados, nada malo nos podía pasar. Tenía lógica.

ÚLTIMAS IMÁGENES DE ANTONIA

Cuando se le declaró su enfermedad, solo dije que lo que nos durara estaba bien, ya que nos podía durar dos meses como dos años. La disfrutamos dos años. Después de eso se nos fue apagando.

Me tocó, ella nunca lo hubiera imaginado, acompañarle a sus exámenes y tratamientos en el Hospital Base de Valdivia. A las siete de la mañana partíamos desde Cultruncahue a Valdivia, por el camino a Los Lagos y serpenteando el Rio San Pedro por el camino a Antilhue. No nos demorábamos mucho,  a la salida, ella, amorosamente, como sabía que me gustaban, compraba dos cafés cargados y dos berlines. Ella solo se comía la mitad, la otra terminaba en mi estomago. Con el tiempo ella se fue apagando de a poco. Tratamos de estar presentes todo lo que pudimos.

Un día ingresó al Hospital de Panguipulli y sólo salió para Navidad. Cuando la vi, estaba sentada en el patio, mirando a la vieja casa de Cultruncahue, estaba ausente. Ahí supe que le quedaba poco con nosotros. Nadie lo aceptaba, pero yo ya lo había visto. Lo mejor que pude hacer fue ser lo más sincero posible con sus hijos y sus nueras y mantenerlos informados a través de Marcela Calfuman Ramos.

Llegó el año nuevo, y nos fuimos al Hospital de Panguipulli a pasar la noche con ella, al menos dar el abrazo de un nuevo año. Suerte que estaba de «Tens», una ex alumna que le hice clase nocturnas en el Centro Integral de Adultos que dirige Don Armando Guerra Stegmaier,  ella me reconoció y nos dejó entrar a todos. Maria Curilem, Nahuel su nieto y Josefina, menor de edad, porque comprendía que era importante para nosotros estar con ella. En la sala solo estaba ella y otra abuelita, que nadie había visitado. Esta alumna nos dijo que no había problema, y que ella bajaría a celebrar con sus colegas, la llegada del 2019.

Nos quedamos solos con ella y la otra abuelita, que estaba silenciosa y cubierta pues nadie la había visitado. Fuimos todos a abrazarla y desearle lo mejor. Fue tanta la energía que le entregamos, que termino riéndose de como bailábamos. Por su parte Antonia estaba contenta y locuaz. Fue tanto que le preguntamos por los otros pacientes y ella contestó sarcástica – «Que se los habían llevado».  –¿Quién? -preguntamos,¿su familia?.- No- dijo- Diosito . Y se puso a reír. Siempre con su humor negro.

Sus últimos días evitaba ir a verle, no quería ver el progreso de su despedida y también para no molestarle. Eso, hasta que una tarde ingresé a su cuarto para explicarle de un documento que debía firmar:- «Si –dijo- yo firmo todo». Eso fue como decir, me quedan solo horas.

– Hola- le dije y vi sus ojos tratando de orientarse y reconocer la voz. Como que se puso contenta. Ahí comprendí que veía poco o nada. Fue la última imagen de Antonia Calfuman Pichipillán.

A su funeral vino mucha gente y amigos. Entre ellos Loreto Apablaza Obini Ele, que  vino desde Santiago y los tres días que la velamos, nos sentimos apoyados. También llegó Miguel Tapia Huenulef, que se nos había desaparecido el día de la sepultura, y lo vimos salir de la fosa con pala y picota, ya que el día anterior sus nietos e hijos no habían alcanzado a terminarla. Faltaban quince centímetros, por lo que Miguel se levantó temprano y fue a dejar lista la última morada.

Nos tocó sacarla de su casa y girar el ataúd para que dejara de ver su casa antigua, y viera ahora su nueva casa. Sus hijos y nietos, casi todos vinculados a la música, con guitarra y acordeón le cantaron las canciones que habían marcado su vida. Josefina le regalo a su abuela una canción de Chelo. Luego, de los discursos, emprendimos la caminata al cementerio.

Ya en el borde de la fosa, lentamente sus hijos recordaron y entonaron como pudieron la canción que donon Genaro Curilem le cantó toda la vida, con su acordeón Honel y a voz en cuello a su Antonia Calfuman Pichipillán, y que decía así…

«Una noche tibia nos conocimos

Junto al lago azul de Ypacaraí

Tú cantabas triste por el camino

Viejas melodías en guaraní

Y con el embrujo de tus canciones

Iba renaciendo tu amor en mí

Y en la noche hermosa de plenilunio

De tu blanca mano sentí el calor

Que con tus caricias me dio el amor

¿Dónde estás ahora, cuñataí?

Que tu suave canto no llega a mí

¿Dónde está ahora?

Mi ser te adora con frenesí

Todo te recuerda mi dulce amor

Junto al lago azul de Ypacaraí

Todo te recuerda

Mi amor te llama cuñataí»… (Recuerdos de Ypacaraí)

Antonia, gracias por todo.


Por: Jorge Jimenes Muñoz